Las convicciones religiosas fuertes impactan en el cerebro y mejoran la conciencia social

La religión a menudo ha permitido inadvertidamente el escepticismo científico. El creyente planteará un desafío a la ciencia: No puede explicar el desarrollo de la vida, o el sentido de la moralidad, o la persistencia casi universal de la religión. A lo cual el materialista responde: también se puede. Todo es biología y química, refutando así su hipótesis de Dios.

A este debate arcaico, Andrew Newberg, quizá el principal experto de América en la base neurológica de la religión, aporta una perspectiva novedosa. Su nuevo libro, “Cómo altera Dios su cerebro,” escrito en colaboración con Mark Robert Waldman, resume varios años de investigaciones innovadoras acerca de la base biológica de la experiencia religiosa. Y ofrece mucho para desafío de escépticos y creyentes por igual.
Basándose en estudios tomográficos cerebrales de monjas franciscanas y budistas practicantes, sikhs y sufíes — junto a los de gente corriente nueva en el terreno de la meditación — Newberg afirma que las prácticas espirituales tradicionales como la oración o el control de la respiración son capaces de alterar las conexiones neuronales del cerebro, conduciendo a “estados duraderos de unidad, paz interior y amor.” Él asegura a los místicamente inquietos (como yo mismo) que estas redes neuronales empiezan a desarrollarse con rapidez — en cuestión de semanas de meditación, no de décadas en una cumbre tibetana. Y aunque la meditación no exige tener fe en Dios, unas convicciones religiosas fuertes amplifican su efecto en el cerebro y mejoran “la conciencia social y la empatía al tiempo que someten emociones y sentimientos destructivos.”
Newberg argumenta que la creencia religiosa a menudo es personal y socialmente ventajosa, permitiendo a hombres y mujeres “imaginar un futuro mejor.” Y no afirma, como hacen en ocasiones los científicos filosóficamente vagos, que la existencia de una tendencia biológica hacia la fe refuta automáticamente la existencia real del objeto de tal creencia. “La neurología es incapaz de decir si Dios existe o no,” afirma Newberg con conveniente humildad. La neurobiología ayuda a explicar la religión; no a desmontarla.
Pero la investigación de Newberg también ofrece advertencias a los creyentes. La contemplación de un Dios amoroso consolida las regiones de nuestro cerebro — los lóbulos frontales y la región cingulada anterior en particular — donde residen la empatía y la razón. La contemplación de un Dios iracundo activa el sistema límbico, que “se ocupa de la agresión y el miedo.” Es un concepto tranquilizador: el Dios que elegimos amar nos transforma a su imagen, tanto si existe como si no.
Para Newberg, esto no es una simple crítica al fundamentalismo religioso — un fenómeno variado en sus creencias y motivaciones. Es una crítica a cualquier institución que combine ideología o fe con egoísmo y cólera. “El enemigo no es la religión,” escribe Newberg, “el enemigo es la rabia, la hostilidad, la intolerancia, el separatismo, el idealismo extremo y el miedo motivado por prejuicios — ya sean seculares, religiosos o políticos.”
Newberg emplea una imagen viva: en cualquier cerebro se encuentran, dice, dos grupos de lobos neurológicos. Un grupo es viejo y poderoso, orientado a la supervivencia y la irritación. El otro se compone de cachorros — las regiones más nuevas del cerebro más creativas y compasivas — “pero también son neurológicamente vulnerables y lentas en comparación con la actividad de las regiones emotivas del cerebro.” De forma que todos los seres humanos se enfrentan a una cuestión: ¿qué grupo alimentamos ?
“Cómo altera Dios su cerebro” contiene muchas revelaciones — y unas cuantas limitaciones. En un tono práctico y didáctico, predice “una epifanía que puede mejorar la calidad interior de su vida. Para la mayor parte de los estadounidenses, eso es la espiritualidad.” Pero si es en esto en todo lo que se resume la espiritualidad, no es mucho. La fe madura implica a veces el autosacrificio, no la realización personal; la angustia, no la comodidad. Si la meta fundamental de la religión es evasión o contención, hay otros métodos aún más prácticos que considerar. “No recurrí a la religión para ser feliz,” decía C.S. Lewis, “siempre supe que una botella de alcohol hace eso.” Lo mismo se puede decir de los psicotrópicos, capaces de emular el éxtasis espiritual.
Cada debate religioso se reduce eventualmente a la cuestión de la verdad. ¿Podemos escapar a los mecanismos del destino, o escuchar la voz de Dios a través de un profeta nómada, o conocer a un hombre una vez muertos? Sin tales creencias, la religión es simple meditación. La investigación de Newberg manifiesta una influencia exagerada de prácticas religiosas sobre aquellos que “creen de verdad.” Pero Newberg en persona tiene problemas para compartir tal creencia. Su investigación sobre las variedades de la experiencia religiosa — y su interpretación científica de que el cerebro está diseñado de forma natural para tender hacía certezas artificiales — le hace ser escéptico a propósito de la capacidad de la mente humana para percibir con precisión “la verdad universal o última.”
Aún así, me decía, “Hasta este momento, sigo buscando y explorando.” Y ese es el tipo más honesto de ciencia.

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