Reflexiones desde dentro
La nueva física ha puesto de manifiesto que la unidad material que
tanto ha buscado la ciencia occidental no existe, que no existe un
“punto singular” que sea principio del universo y de todas las cosas. No
hay pues dualidad, porque, si no hay “uno”, no hay “dos”, y viceversa.
Esta nueva
visión del mundo va a cambiar no sólo nuestra percepción del universo,
sino también nuestra actitud frente a la vida y la muerte, frente a
nosotros mismos; y a propiciar, tal vez, la revolución sociocultural y
biocultural mayor de la historia.
Pero, esta
revolución no podemos ni debemos esperar que surja del sistema
establecido. Para que nos haga libres y consecuentes con nosotros mismos
y con nuestro entorno debe nacer de nuestra conciencia, individual y
colectiva, de nuestra investigación personal del orden espiritual, del
clima cultivado en nuestros hogares, escuelas y universidades, de la
transmisión oral y multimedia, de la de la atomización, que no
desarticulación, de los medios de comunicación y del poder.
El cambio, si nos atenemos a sus indicios, ya está surgiendo. La
aparición de las ONG, que tan buenos resultados están dando pese a su
minifundio y escasez de recursos, pone de manifiesto el modo y la manera
en la que se va a desarrollar el germen de esta necesidad biocultural
que, al emerger de nuestra corteza histórica, puede dar lugar al
florecimiento de una humanidad adulta, consciente y solidaria, más cerca
de la plenitud a la que aspira el homo sapiens sapiens… Y
también es testimonio de ello las manifestaciones para una Democracia
Real Ya del 15-M y las revueltas del Norte de África y Oriente Próximo,
todas ellas en contra de las oligarquías asfixiantes, quizás más crueles
que nunca cuando se esconden tras la gurka de las sociedades anónimas,
directamente asesinas muchas veces, pero respaldadas por la legitimidad
social y política que se han hecho a su medida burlando el anhelo de
felicidad del resto de la humanidad, a la que se lo ponen todo muy
difícil cuando no trágicamente imposible, fomentando la desmembración de
las familias, la deslocalización de los trabajadores y las emigraciones
forzosas, cuando no las guerras y los genocidios.
Pese a todo, o precisamente por ello, como tantas otras revoluciones
surgidas como reacción al abuso extremo, el cambio se anuncia por
doquier.
La
atomización de los medios de comunicación abre un resquicio a las
reiteradas y múltiples humillaciones de las que ha sido objeto la
humanidad base a lo largo de la historia, y ahora vuelve a florecer esta
antigua aspiración de la humanidad que apunta a la felicidad y a la
sabiduría que se manifiesta, ahora, enarbolando la bandera de la
ecología, una ecología integral, no política o de funcionarios al
servicio de los poderes fácticos, aunque tampoco se trata de un asunto
de beneficencia. Una ecología trascendental además de ambiental.
No se trata de supervivencia ni beneficencia. Se trata del nuevo ser humano, hombre o mujer, que ha de trascender al homo faber tal como éste trascendió al mero mamífero. Se trata de una mutación necesaria cuyas coordenadas se inscriben a otros niveles, con otra frecuencia de espíritu y otros registros culturales.
Pero, mucha atención, no hay un ápice de revanchismo en ello. Se
entiende que las sociedades anónimas y las oligarquías explotadoras del
bien común no están hechas de malas personas. Son hijos de la
ignorancia, de la codicia y el egocentrismo establecidos entre los seres
humanos desde siempre, incluso con carácter religioso. Solo hay que
mirar la historia.
Los problemas socio-ecológicos actuales no son responsabilidad de un
determinado tipo de gobiernos, oligarquías y sociedades anónimas o
planes quinquenales tecnosalvajes, aunque todo ello sea el exponente de
la situación actual junto con la otra cara de la moneda, cuya cruz es la
injusticia, la miseria y el hambre.
La responsabilidad es de nuestra manera de pensar, que hace florecer la
codicia y la insolidaridad que todos albergamos. Porque la codicia no
habita sólo en el corazón de los colonizadores y los mercaderes; la
alberga también el corazón de los explotados y los engañados.
Por eso, si no tomamos la iniciativa, o no apoyamos a los que ya la han
tomado, nos perderemos de nuevo en los callejones sin salida de esas
disquisiciones mentales que son el producto de nuestro espíritu
excesivamente intelectualizado y deshumanizado; y así dejaremos pasar la
oportunidad de esta mutación histórica en el planeta, el paso de la historia a la metahistoria, en la que se resuelvan todas las contradicciones con las que se construye la historia patriarcal.
Para insistir en la necesidad de otros caminos, quiero detenerme en lo
que sucede con el voto ecologista, mínimo, prácticamente inexistente a
la hora de la verdad. Si los ecologistas esperan a tomar el poder,
estamos aviados. Hay que actuar no desde el poder sino desde la constatación de “no poder más”, para contribuir a esta mutación que suscita la necesidad de un replanteamiento ecológico de la vida en nuestro planeta.
El bien común, el único bien.
En el siglo III, Nagarjuna, un filósofo indio budista, fundador de la
escuela de pensamiento llamada “el camino medio”, que se aleja tanto del
eternalismo idealista como del nihilismo materialista, sintetizó en una
frase la originalidad milenaria del pensamiento ecuánime, de esa visión
justa, herencia de nuestros más nobles antepasados, que nos permite
escapar de las contradicciones que nos asolan hoy y alcanzar -incluso-
la plenitud humana, solidaria y universal: “No hay ningún fenómeno
-dijo- que no sea producido por múltiples causas interdependientes. Así
pues, no hay ningún fenómeno –incluido el “yo”, sea humano o divino– que
tenga existencia propia”.
Este pensamiento justo, tan alejado del cartesianismo que rige aún
nuestras vidas y nuestras sociedades competitivas, pone de manifiesto el
punto débil sobre el que apoyamos la palanca tecnológica con la que
pretendemos levantar el mundo a los cielos, a la manera de la Torre de
Babel. Porque una economía cerrada, tal como es nuestra antropoeconomía,
basada en el principio erróneo de anteponer nuestro beneficio al de los
demás, como si realmente fuésemos independientes y no
interdependientes, es una economía ilógica y salvaje, abocada al fracaso
más estrepitoso. Sencillamente, porque lo uno no existe fuera de lo
múltiple.
Debemos tener muy claro que el beneficio individual y el colectivo son
inseparables, como lo son el “ser” y el “no ser”. Esto nos lo explican
oportunamente la lógica y la psicología budistas, que no son propiedad
de Oriente u Occidente, sino que constituyen el elemento de la visión
integradora, universal, del hombre y de la mujer nuevos, del ser
consciente, siempre jóvenes, libres de los extremos dialécticos del
pensamiento dual que conduce al gregarismo y a la superstición…que eleva a rango de ley la barbaridad de que los seres humanos se
vean obligados a luchar entre si para conquistar una cantidad suficiente
de alimentos y confort que asegure su supervivencia, en detrimento de
los más débiles.
Solamente un error tan básico, unpensamiento
dual tan miserable y perturbador, puede hacer que nos durmamos mientras
tres cuartas partes de la humanidad, y con ellas la flora y fauna del
mundo, mueren por falta de energía y concierto; la que le sustrae la
cuarta parte restante, que se muere de las consecuencias nefastas del
exceso de energía: contaminación medioambiental, producción y consumo en
cadena, estrés, infartos, abortos, accidentes de circulación,
“chernobiles” e intoxicaciones de todo orden, físicas y mentales.
Ésta es la cara del pensamiento disminuido, insolidario y provinciano o
gregario, que renuncia a la aventura del conocimiento porque rechaza la
posibilidad de ver más allá de su pequeño “yo”, de su “yo pienso” con
el que se afirma en su ignorancia familiar, esta ilusión infantil que
prescinde del fundamento epistemológico de la sabiduría, fuente de
felicidad, que es el amor a la verdad por encima de todas las cosas, el
yo trascendido.
Como decía un sabio contemporáneo, Lama Yeshe: “Trabajar simplemente
para satisfacer las necesidades y bienestar mundano del pequeño “yo” es
la ocupación de las gallinas y de las hormigas, que pasan la mayor parte
del tiempo buscando y consumiendo comida y agua. Nuestra inteligencia
humana debería ir más allá, y alcanzar, al menos, una comprensión más
profunda que la de las gallinas”.
Es evidente que si vivimos como gallinas, no solucionaremos nada, y
esto irá de mal en peor, y acabaremos como las gallinas en esas granjas
de martirio que ya no tienen nada que ver con aquellos gallineros
idílicos que se pierden en el recuerdo.
La pérdida del símbolo divino de la vida, es decir, la pérdida de su
significado más noble, precipita la caída del ser humano. Y la pérdida
del ser humano, a su vez, precipita la de las especies. La vida es interdependiente, y de ahí la responsabilidad del ser humano,
personificación de la vida consciente.
La gradual pérdida de conciencia,provocada
por la desacralización de la vida, tiene consecuencias tan desastrosas
como la contaminación de los océanos y la polución, que no son sino la
manifestación del deterioro de nuestra noosfera biológica, cultural y
espiritual.
No nos limitemos pues a una ecología ambiental o política, al reciclaje
energético, al crecimiento cero propuesto por el Club de Roma y a la
redistribución de los recursos con un mínimo de equidad.
Una economía ecológica, es decir, abierta, no será posible mientras la
mente humana continúe cerrada por la codicia nuestra de cada día,
mientras no potenciemos una ecología interior y social, transpersonal,
capaz de contagiar a la humanidad con el que ha de ser el lema de la
revolución biocultural, es decir, ecológica, del siglo XXI: “EL BIEN
PROPIO Y EL AJENO SON ABSOLUTAMENTE INSEPARABLES”.
(B. de A. - 2012)